Más que musas, son arañas
Las que habitan mi magín y me lo pican sin fin:
Justo es por tales mañas que las llame musarañas.
Era un coloso de barro con los pies de hierro.
Era una situación peculiar: no oía las campanas, pero sabía dónde.
Se sentía tan lejos de todo y de todos que cogió sin querer la desagradable costumbre de hablar a gritos.
En casa de aquella narcisista todos los espejos tenían huellas de labios.
Dedicó media vida a buscar la razón y la conciencia. Al final descubrió que la razón no tiene conciencia y la conciencia no tiene razón. Siguió siendo un irracional y un inconsciente.
No sabía lo que quería, pero no quería lo que sabía.
Un día la toalla se enroscó fuertemente a su cuello y susurró con voz apenas audible: “Alguna vez deberías secarme tú a mi”. Tras ardua reflexión, decidió tirar la toalla.
Cuando obedeció a la señal de “Ceda el paso”, se quedó esperando inútilmente a que se lo devolvieran.
Era tan humano que aborrecía a la humanidad.
Cuando le dijeron: “Nadie es profeta en su tierra”, acudió a la lista de espera de viajes espaciales.
Él impuso las reglas del juego, pero yo hacía las jugadas.
Pese a ser ciega, tenía una notable precisión para darse de palos.
Decidió que no tenía ningún motivo verdaderamente serio para reírse.
Era un hombre colosal, tenía un pie en cada sitio.
“Tiene usted mal el corazón”, le dijo el médico. No me extraña, está hecho de tripas”.
Le gustaba tanto mi espalda que terminé dándosela.
Él impuso las reglas del juego, pero yo hacía las jugadas.