Estaba tan emocionada que me quedé muda. Un grupo de amigos me invitó a comer con motivo de mi jubilación. Yo no llevaba nada escrito, pero Luciano, con su proverbial locuacidad y buen hacer, me dedicó unas memorables palabras. Sinceramente creo que deberías dedicarte a la profesión de escritor de discursos. Los bordas. Nunca me olvidaré de tu famoso comentario sobre un primero de bachillerato: "Curso con una notable frigidez literaria".
Gracias a todos, siempre estaréis en mi recuerdo.
PARA ÁNGELES
En primer lugar,
Ángeles, quiero agradecerte que durante estos años te hayas esforzado en
contribuir a ordenar mis fotocopias, tan proclives a convertir cualquier
espacio en una chamarilería del rastro, en una librería de lance, en un archivo
olvidado y desbarajustado lleno de cartapacios y legajos polvorientos.
Confieso que echaré
de menos tu presencia junto a Guillermo afanándoos en la búsqueda de la palabra
exacta del crucigrama. Echaré de menos tu personalidad peculiar, indómita y
rebelde, y reacia a cualquier renuncia o componenda, y, sobre todo, echaré de
menos tus comentarios sarcásticos y jacarandosos, de una sinceridad descarnada,
como aquel en que comparabas la nueva decoración de la Sala de Profesores con
el recibidor de un burdel.
No respondes al
manido cliché de la lánguida profesora de Literatura entregada a la lectura de
Bécquer y Campoamor en estaciones solitarias, te imagino más bien como un
detective de novela policíaca descubriendo a sujetos que lograron perpetrar sus
fechorías como si fuera un accidente.
Te imagino en
animadas charlas, locuaz y jaquetona, recordándome a Valle-Inclán, pero sin
barba ni ceceo, o a Quevedo, pero sin misoginia ni cojera.
Liberada de la
tutela de adolescentes tumultuosos, de hormonas encabritadas, de jóvenes
trileros o mocitas de tronío de faca en la liga, pero todos tan entrañables,
entrégate, como te aconsejaría tu casi paisano Manuel Vicent, a disfrutar de
las habas tiernas, de los arroces, de las sepias recién pescadas en ese mar
todavía poblado de dioses antiguos.
Contempla impunemente
el oro viejo del otoño en los árboles, escucha la música mágica de la lluvia
con olor a infancia perdida, y goza de la continuidad de los parques y de la
sombra de las alamedas.
Y si te gana la
nostalgia por la cadencia de los sonetos, la prosa cervantina, la retahíla de
los tiempos verbales, o las dulces islas de las aposiciones, ahí tienes
nuestras clases para matar el gusanillo.