Este es un libro que preferiría
no haber leído. Lo he hecho casi a hurtadillas, como temiendo a cada momento
ser sorprendido en una práctica vergonzosa, a regañadientes, tomando el libro
cada vez con cierta repugnancia y dejándolo ya francamente en la náusea, pero
sin ser capaz de abandonarlo definitivamente y acechando pronto la ocasión de
retomarlo, como uno de esos vicios que nos estragan pero nos retienen con su
viscoso atractivo. Pero, como han dicho muchos, Cervantes entre otros, no hay
libro, por malo que sea, que no contenga algo bueno.
Algunas de las trifulcas recogidas en el volumen son muy
conocidas, pero otras muchas no, al menos para un lector medio no
especializado, como es el caso. La impresión general es profundamente
desagradable, pero, por decir también de entrada algo positivo, nos hace bajar
del pedestal a algunas de las grandes figuras de nuestras letras de ambas
orillas, por si acaso alguien pensara que eran seres adánicos, angélicos y
seráficos. Pero hay más problemas.
El primero es el de la crítica de los
textos en que se fundamenta el volumen. En general, el autor los documenta de
modo genérico, pero no preciso (en general no se cita por página, párrafo,
referencia bibliográfica exacta, es decir, si los textos provienen de consulta
directa o de segunda o tercera mano… etc.). Es verdad que el volumen no parece
pretender ser una obra de investigación rigurosa stricto sensu, sino más bien de
carácter divulgativo. Pero en un terreno tan delicado como la imagen personal,
literaria, ideológica, histórica de los autores tratados todo el cuidado es
poco. Se precisaría una crítica textual depurada para asegurar en lo posible
(siempre hay en esto un margen de duda e inseguridad) la fiabilidad de los
documentos aducidos. El autor del libro, o los precedentes consultados, ¿han
hecho ese trabajo crítico en todos los casos? ¿Cuántas erratas o errores
(involuntarios o deliberados) se han podido deslizar en la larga cadena de
transmisión textual hasta llegar al libro editado? No se trata, por supuesto,
de las posibles malevolencias y tergiversaciones que entren en las opiniones
vertidas por los personajes, sino de la limpieza básica de las fuentes. Por
otra parte, ¿se han contrastado siempre las distintas y a menudo divergentes
versiones de un mismo hecho o de las palabras pronunciadas? El autor del libro
presenta en ocasiones algunas variantes de los hechos, pero otros muchos quedan
en la duda. Estamos, pues, en un terreno peligrosamente resbaladizo entre la
divulgación científica o cultural de carácter serio y la prensa amarilla y sensacionalista,
lejos del buen periodismo (si este emparejamiento no es oximórico) que siempre
contrasta fuentes, exige más de un informante, etc. Desde luego no quiero decir
que el libro caiga siempre de ese lado malo, sino de la inseguridad que nos
transmite en una lectura crítica.
Otro aspecto, más de fondo, es la finalidad a que apunta la obra. ¿Qué nos
aporta saber que un escritor haya dicho de otro que olía mal? Los insultos (y
hasta golpes) que otros se cruzaron en un lance de acaloramiento ¿deben influir
en nuestra consideración de sus respectivas obras? Recuerdo el desagrado que me
produjo leer que una de nuestras cimas poéticas quedó horrorizado al ver en
casa de otro gran autor un huevo frito olvidado en una silla (y luego lo
contó), incidente omitido, por fortuna, en el presente libro, como tampoco
aparece lo que vi, con crispación paroxísmica, hace muchos años en la crónica
de un escritor de 2ª o 3ª fila donde relataba que, al ir a entrevistar a un
gran prosista que vivía retirado, ya anciano, en su masía, este lo recibió “con
la bragueta aparatosamente abierta”.
Dicen los sabios que las especies carroñeras (buitres, hienas…) contribuyen
eficazmente a mantener un buen nivel de salubridad en el medio ambiente, pero
en el caso que nos ocupa no se trata de drenar y, por tanto, hacer desaparecer
los detritus, sino de hacinarlos y depositarlos de modo permanente, como un
gran muladar, ante el público, y además con la agravante de que, por las
razones antes apuntadas, no hay seguridad sobre el fondo y la forma de los
testimonios.
Al dar fin a
estas líneas me asaltan dos temores. Uno, que este tipo de asuntos y de obras
no deberían ser comentados y aireados, como estoy haciendo ahora, sino velados
en un prudente y avergonzado silencio; en definitiva, como dijo el Otro, peor es meneallo. Y el segundo, que me queda la
impresión de haberme excedido en la crítica sobre un libro tan entretenido e
incluso interesante, aunque sólo sea porque, como dijo Torres Villarroel, “oir
mal del vecino nunca fue ingrato a la oreja”. Pero hay otro dicho, más antiguo
y popular: todo se contagia menos la hermosura