lunes, 30 de agosto de 2010

La cuna de la lengua: orígenes del castellano


El monasterio de Yuso (abajo) está situado en San Millán de la Cogolla, en las estribaciones de la sierra de la Demanda. Los densos bosques y las cerradas peñas que dan paso al rio Najerilla (eso significa Nájera: entre peñas) se abren aqui dando lugar a un valle ancho, lleno de chopos, donde se cultivan cereales y remolacha. El pueblo de San Millán de la Cogolla nació alrededor del monasterio, o mejor dicho de los dos monasterios: el de Yuso y el de Suso, situados a un kilómetro de distancia. El monasterio de Suso (arriba) se encuentra en una zona de hayedos y rebollos, en las que hace años eran frecuentes los osos. Fue aquí cuando en el siglo XI los monjes escribieron una serie de anotaciones en latín, romance y euskera que comentaban o glosaban las partes más dificiles de entender de los antiguos códices. Se trata de las Glosas Emilianenses, en las que nos encontramos con la prímera manifestación escrita de una lengua romance peninsular. Fue también, en este pequeño monasterio, donde Gonzalo de Berceo, dos siglos después, pasó gran parte de su vida y donde todavía puede verse el pequeño portalón donde, según se cuenta, escribía sus libros. Este monasterio es el verdadero objetivo de este viaje hacia el origen del castellano. En realidad, se trata de una pequeña ermita. Fundado en el siglo V por San Millán, fue en principio una simple gruta excavada en la roca. El santo vivió en ella acompañado de otros eremitas y su sencilla vida cautivó a principes y reyes, por lo que a su muerte el lugar se transformó en un centro de peregrinación. En la época visigótica se construyó el primer templo, aprovechando una de las cuevas como ábside, y en el siglo X, tras la conquista cristiana de la zona, se levantó la iglesia mozárabe, que completada en los siglos siguientes con una arquitectura románica configura el monasterio actual. Gonzalo de Berceo pasó aquí gran parte de su vida, dedicado a la oración y a la escritura de sus libros. Unos libros que en principio no aspiraban ser sino adaptaciones de obras piadosas escritas en latín, de la biblioteca de su monasterio, pensadas para hacer bien al alma de sus contemporáneos. Gonzalo de Berceo adapta esas obras al fácil y expresivo sistema de la cuaderna vía para que todos participen de su eficacia moral. Es decir, que de la misma forma que el copista de las Glosas Emilianenses añade al texto latino palabras romances que puedan facilitar a lectores futuros su comprensión, Berceo se empeña en escribir sus libros en el romance castellano con que se entiende el pueblo. Pero Gonzalo de Berceo no se conforma con eso y recrea los originales latinos, pues quiere poner en una lengua que todos entiendan textos escritos en la lengua sabia, pero sobre todo llegar a conmover a quienes le escuchan, transmitiéndoles, más allá de una doctrina concreta, el asombro ante la belleza del mundo. Y para hacerlo se sirve de esa lengua romance que era ya dominio del pueblo y que alcanzaba su expresión más jubilosa en las canciones de los juglares. Se ha dicho que Berceo era un juglar a lo divino, dando a entender que aunque los temas de sus libros respondían a la doctrina cristiana su tono era muy diferente al de los textos en que los Padres de la Iglesia se dedicaban a adoctrinar a su pueblo, ya que se servía de expresiones propias de la literatura juglaresca. y es precisamente ese sentimiento de cercanía, esa disposición amigable hacia los pequeños asuntos de la vida, el que hace que hoy le veneremos como el primero de nuestros poetas. porque son los poetas los que ponen a prueba la lengua que hablamos, armándola hasta hacerla capaz de responder a los más leves cambios del alma, ya que más allá de su valor utilitario las lenguas han nacido por encima de cualquier otra cosa para expresar el asombro de ser. (...)
Gustavo Martín Garzo, El País semanal

Para ver un power point sobre las glosas emilianenses pincha aquí

Las mujeres que escriben también son peligrosas


Resultado de imagen de las mujeres que escriben tambien son peligrosasLa mayoría de mujeres fueron reducidas a una especie de semianalfabetismo durante mucho más tiempo que los hombres: ellas sabían leer, pero curiosamente no escribían. No tenían referentes femeninos. Necesitaron mucho tiempo para acceder a la libertad de escoger sus temas de lectura (las mujeres que leen también son peligrosas) y mucho más para conseguir ser reconocidas por su producción escrita. La literatura ha sido tradicionalmente un terreno reservado a los hombres y, hasta bien entrado el siglo XX, las pocas mujeres que se atrevían a tomar la pluma solían utilizar seudónimos masculinos para ocultar semejante acto de rebeldía, por temor a ser prejuzgadas o infravaloradas por la sociedad a la que pertenecían y sobre todo para poder publicar. Además encubrían su identidad a través de un narrador masculino. Estas mujeres gozaban de una buena posición social y económica y contaban con el respaldo de padres o maridos. Como una mujer literata inspiraba recelos, una manera de disiparlos era mencionar detrás de su apellido el de su marido precedido de la preposición de, así garantizaba que tenía una correcta vida familiar. Todavía en muchos países ser mujer y escritora sigue siendo un peligro.

Un largo camino hasta conseguir un espacio y una voz propios:
1.- Muchas mujeres tuvieron que recurrir al seudónimo para poder publicar.
Fernán Caballero era el seudónimo utilizado por la escritora española Cecilia Böhl de Faber y Larrea ( 1796 – 1877).
Charlotte Brontë (1816-1855) y sus dos hermanas, Emily (1818-1849) y Anne (1820-1849), recurrieron a seudónimos de varón para poder publicar. Charlotte se escondió tras Currer Bell y sus hermanas adoptaron el mismo apellido y alias que mantenían sus iniciales: Ellis (Emily) y Acton (Anne).
Caterina Albert (1869-1966) descubrió la crueldad del mundo editorial desde su entrada en 1898 con el monólogo La infanticida. El texto alarmó a todos por el tema, pero sobre todo porque era una mujer la que lo firmaba. Caterina Albert recurriría desde ese momento al seudónimo Víctor Catalá, personaje de una de sus obras. Quiso así apaciguar la polémica sobre su literatura, cuyo principal pecado estribaba en su extrema dureza, algo inconcebible e imperdonable para una mujer.
2.- Otras consintieron en que sus maridos firmaran sus propias obras.
María Lejárraga que firmó todas sus obras de teatro con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra, incluso después de este la abandonara por una actriz.
El marido de la novelista francesa Colette (1873-1954) no tuvo escrúpulo alguno a la hora de animarla a escribir sus primeras obras, la serie Claudine (1900-1903), para luego firmarla él. Poco después Colette se divorció y empezó a reivindicar los derechos de la mujer.
3.-Muchas mujeres quedaron eclipsadas por los hombres de su entorno como María Teresa León, compañera de Rafael Alberti y escondida en su sombra. Norah Borges, hermana de Jorge Luis Borges autora de poesía y pintora. Zenobia Camprubí, traductora de Tagore, profesora de literatura en Estados Unidos que abandona todo por ser secretaria, agente, esposa, amiga y confidente y de Juan Ramón Jiménez.

Para saber más:
Escritoras españolas hasta el s. XX
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2007/03/03/nosotros/NOS-03.html