Llevaba tiempo sin saber de ella y la llamó al teléfono
móvil sin obtener respuesta. Unos días después una voz desconocida contestó desde
el mismo número: “No sé quién eres, pero mi hermana ha muerto de un derrame
cerebral y ya la hemos incinerado”. En ese momento deseó que la tierra se lo tragase,
que fuese una pesadilla, una equivocación. La difunta, su amor de juventud, acababa
de cumplir sesenta y seis años y, aunque no gozaba de buena salud (múltiples
visitas al médico y varias operaciones lo atestiguan) nada hacía presagiar este
desenlace tan rápido. Él siempre había pensado que un plato desportillado era
un plato eterno, que muchas de sus enfermedades eran imaginarias, producto del duelo que mantenía con la vida
porque sus expectativas nunca fueron cubiertas. Era una mujer tan exigente que pocas
veces fue feliz. De repente, su cerebro se convirtió en un hervidero de
recuerdos: el encuentro de dos jóvenes profesores en el instituto celebrando la
muerte de Franco que dio lugar a una amistad íntima; el tiempo del amor pasional que se había
transformado en un cariño incondicional, cargado de reproches por parte de ella
que no comprendía su cobardía a la hora de terminar con la farsa de su
matrimonio. Muchas veces, a horas intempestivas, había recibido llamadas
acusándole de ser el causante de todos sus males, de no haberla comprendido y,
sin embargo, sabía que él era su único confidente, la persona que soportaría estoicamente todos
sus vaivenes porque la había amado de verdad, aunque fuese de una forma escasa
y puntual. Ahora era por primera vez viudo de una mujer que había sido su
amante hacía más de veinte años. La vida que le quedaba no volvería a ser igual
que antes. Ahora tendría mucho tiempo para luchar contra sus fantasmas, para pensar
en la cabeza, como decía su madre.
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