Pocas veces había sentido la llamada de la sangre tan fuerte
como aquella. Delante de él iban su hijo y su nieto, ambos, con una guitarra a
la espalda, con la melena negra al viento y los mismos andares. Los tres se dirigían hacía
el coche que les llevarían a la cena de nochebuena. Una estampa que hubiese
querido plasmar con una foto, pero que solo
se quedó impresa en su retina. En ese instante la vida y sus contradicciones merecían
la pena. Cuando vieron los ojos vidriosos del abuelo, ajenos a la experiencia
mágica, lo achacaron al frío reinante.
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