martes, 9 de julio de 2013

La noche de los tiempos, Muñoz Molina


La publicación de La noche de los tiempos coincidió con el septuagésimo aniversario del fin de la Guerra Civil española. El autor y  narrador omnisciente ("Qué raro imaginar con tanta claridad lo que no he vivido, lo que sucedía hace más de setenta años")  nos acerca a este extraordinario fresco literario ("noticias desastrosas y opiniones ineptas") que salta de Madrid a Estados Unidos y mezcla personajes reales e imaginarios. Esta novela debería ser obligatoria en la asignatura de historia porque es un alegato contra la guerra, pero sobre todo contra la barbarie de la guerra civil española. El protagonista, inspirado en la biografía de Pedro Salinas y en la de Arturo Barea, es un arquitecto, cincuentón, casado y con dos hijos,  abúlico y desencantado, que vive los tiempos inciertos y difíciles de los años treinta del siglo pasado, mientras disfruta sorprendentemente de una gran pasión amorosa fuera del tiempo y del espacio con una joven americana ("la obsesión insana de estar juntos"). La originalidad radica en el punto de vista, el estilo y la magistral utilización del lenguaje. 

Acción poética Aluche en el IES Iturralde

 Últimamente la fachada del instituto me sorprende. Por las mañanas he encontrado, además de vallas levantadas que aumentan la sensación de estar en una cárcel, pintadas poéticas que me provocan una sonrisa cada vez que las leo. Sería una buena solución colocar  poemas en todo el perímetro para evitar que gamberros ensucien la pintura. Gracias a esos poetas anónimos (Acción poética Aluche):

Las sonrisas duran instantes y se añoran siglos

  Lleno muros recordándote

Preferiría no hacerlo





miércoles, 3 de julio de 2013

Elogio del oficio de enseñar, Julián Moreiro

Ayer asistí a mi último claustro (siento un poco de vértigo). Con ese motivo, y a modo de despedida, leí ese texto que comparto ahora con vosotros.


elogio del oficio de enseñar
          
  Cuando empecé a dar clase, Franco todavía no se había muerto, que ya eran ganas de fastidiar. Fue en un colegio semiclandestino de Vallecas, regido por dos enigmáticos personajes que debían de pertenecer a alguna secta y por un conserje mucho menos subrepticio que aún llevaba en la frente la huella del tricornio. No sé muy bien qué hice, cómo sobreviví al miedo escénico y qué diablos pude enseñar a aquellos vociferantes zangolotinos de octavo de EGB. Yo no había llegado a la enseñanza por vocación, aunque tampoco recuerdo que lo hiciera por descarte o por despecho; no sé, a lo mejor lo hice porque, como dijo George Bernard Shaw, “el que sabe hacer una cosa, la hace; el que no sabe, la enseña”. El caso es que muy pronto me noté en mi medio natural, como si hubiera nacido para esto. Hoy estoy seguro de que, de no haber sido profesor, solo hubiera sido un cantamañanas que sabía hacer cosas.
               En mi despedida, quiero afirmar algo que he dicho otras veces, una de las pocas certezas que he adquirido con los años: este es el mejor oficio que existe. Y no por aquellas tres famosas razones que esgrimían los cínicos: julio, agosto y septiembre (por cierto que ya no sirven: la tercera de esas razones se ha esfumado y hay cenizos que ven la primera en peligro).
               No. Yo creo que este es un oficio inestimable porque las relaciones laborales han sido siempre en él menos importantes que las relaciones afectivas. Porque la experiencia mágica de notar cómo de pronto, en una clase, un martes cualquiera, se establece una comunión absoluta con los alumnos, es difícilmente igualable (aunque esporádica: no se puede ser sublime sin interrupción, diga lo que quiera Baudelaire). Porque tratar siempre con personas que tienen la misma edad mientras uno va atravesando las crisis que trae cada nueva decena es lo más parecido que puede vivirse a la ilusión de la inmortalidad (aunque un amigo mío, un punto descreído, dice que es como no salir del día de la marmota). Porque ver crecer a niños que aprenden menos de lo que desearíamos pero mucho más de lo que solemos creer y de lo que alcanzamos a comprobar es un espectáculo maravilloso, como todos los que ofrece la Naturaleza. Porque, como dijo no sé quién, enseñar es aprender dos veces. Porque, en un mundo tan sobrado de individuos hoscos, insatisfechos y desabridos, tratar a diario con adolescentes que siempre parecen felices es una suerte. Y en fin, porque compartir intereses con todos los compañeros de trabajo, afinidades con muchos y cierta intimidad con algunos es un privilegio que ninguna orden de principio de curso puede arrebatarnos.
               Ahora que corren malos tiempos sigo pensado lo mismo, a despecho de reformas ominosas, de instrucciones furtivas y de autoridades maleducadas, malencaradas y malintencionadas. Como ya tengo pie y medio fuera, puedo decirlo sin pudor: somos gente importante y no podemos tolerarnos el desaliento. Este oficio, a prueba de ocurrencias y descarríos legales, trasciende nuestra propia circunstancia; lo dijo Henry Brooks Adams, un intelectual americano que vivió entre el siglo XIX y el XX: “Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede decir dónde acaba su influencia”. Ya dije antes que somos un poco inmortales…
              
 Hasta siempre. Salud y Escuela Pública.

Julián Moreiro  28/6/2013

La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero


¿Qué sentimos cuando la muerte cruel y antes de tiempo nos arrebata a la persona amada? Este libro, La ridícula idea de no volver a verte,  tiene muchas respuestas. A través de sus páginas, Rosa Montero nos acerca a la interesante y difícil vida de Marie Curie y la relaciona con su propia vida y el fallecimiento de su pareja, el periodista Pablo Lizcano. 

Otro mazazo


Los reyes Magos son los padres, Dios no existe, don Quijote es un personaje de ficción, la lotería no toca nunca, el sueldo no te lo regalan, Marx se equivocó con lo de la dictadura del proletariado, Plutón ha dejado de ser un planeta y Tere y Roberto se separan.
 La noticia me tuvo intranquila toda la noche, se me venían a la mente imágenes captadas por mi retina tiempo atrás: tu emoción al coger el teléfono en los viajes de las chicas de oro, la descripción de vuestros encuentros, vosotros y vuestros hijos, vosotros preparando una cena maravillosa entre miradas cómplices, el regalo de la escuela de letras, el baile acompasado, los monólogos…
Sé que lo llevabas tiempo rumiando y hasta te vi contenta y liberada. Sé que no me has comentado nada porque te  hubiese dicho lo de siempre: calma, sosiego, olvídate de todo, se pasará… Parece que estás viviendo un desamor tan intenso como el amor. La mayoría de las parejas se separan cuando ya no sienten nada. No hay parejas ideales, la vida –sola o acompañada- está llena de espinas, de malentendidos,  desengaños, irritabilidad, pérdida de confianza. Pero si se está acompañado hay que cuidar esa relación como una planta, como una máquina de carbón. A lo mejor este es el mejor momento para volver a conquistaros, a disfrutar de lo prohibido, a romper la monotonía.
Creo que los hombres (y las mujeres también) somos, además de bípedos implumes, polígamos por naturaleza y tenemos que arrostrar esas pasiones como buenamente podamos, incluso enamorándonos al mismo tiempo de dos personas. Todos podemos mentir u ocultar nuestros sentimientos, porque estos son demasiado fuertes y no nos los podemos explicar. Queremos lo que no tenemos, descuidamos lo seguro, valoramos lo incierto. Los arrepentimientos tienen su valor, aunque no sirvan de goma de borrar. Las palabras nos dejan mudos, decimos lo que no pensamos. Hacemos daño y nos hacemos daño, sin quererlo. En fin, un lío. El matrimonio es como una plaza sitiada, los que están fuera quieren entrar y los que están dentro, salir.  Y como se dice en estos casos: que sea para bien.

lunes, 1 de julio de 2013

Palmeras en la nieve, Luz Gabás


Palmeras en la nieve, tras su intrigante título, se esconde una novela de lectura amena y entretenida, ideal para las vacaciones. La acción nos sitúa en Fernando Poo y en Asturias. Una mujer viaja a  Guinea para conocer mejor las conexiones de su abuelo, padre y tío  con la isla a la que emigraron para buscar una vida mejor. La novela está muy bien documentada y nos hace acercarnos a una época colonial olvidada en los libros de historia. Tal vez sobran algunas páginas dedicadas a las relaciones sentimentales. Un buen argumento para una serie de television.

Tomadura de pelo

La peluquería es para algunas mujeres un suplicio, una pérdida de tiempo y de dinero, pero cuando todo te va  mal, cuando estás insatisfecha contigo misma, te acuerdas del anuncio  “Ruppert, te necesito” y acudes a ella. Estoy convencida de que si se hiciese un estudio sobre las horas tontas que, con una pinta infame, pasamos hojeando revistas del corazón delante de un espejo, así como  del dineral que nos hemos gastado a lo largo de nuestra vida, nos asustaríamos. Tener una peluquería en España siempre ha sido un buen negocio, porque todas las mujeres acudimos allí más que a nuestro médico, atávicamente empeñadas en un una lucha encarnizada contra las canas, en busca de la eterna juventud, luchando tinte a tinte contra el tiempo airado,  impidiendo que se cubra de nieve nuestra hermosa cumbre. De joven lo haces  para convertirte en una rubia peligrosa o en una extraña pelirroja, o te pones el pelo azul para fastidiar a tus padres, es un juego; de mayor es una condena para oír por lo menos que te conservas bien. Pero una cosa es ir por diversión y otra por obligación para luchar contra las canas que siguen misteriosos designios de la herencia.  Un tinte en condiciones solo dura un mes como mucho y nos empeñamos en alargar su vida hasta límites insospechados, con lo cual algunas siempre estamos mal tintadas y peinadas.  En un país de teñidas, son pocas las mujeres que se atreven contra corriente a lucir sus canas con el orgullo de quien confiesa que ha vivido. Esta presión no existe en los hombres cuyo pelo blanco está unido a prestigio social y a dinero, su lucha es contra la calvicie.

Tenía que ir sin falta a la peluquería, la luz del techo del cuarto de baño caía inmisericorde sobre un centímetro y medio de canas resplandecientes. Acudí por la tarde, aunque sabía que mi peluquera de siempre, la que me comprende o me ha dejado por imposible, no estaba. ¡Que haya suerte!, me dije. Me tocó un sudamericano de unos cuarenta años y de modales delicados, con pinta trasnochada de galán de fotonovela. No nos entendimos, desde el primer momento nos miramos con desconfianza. Él pensó que con su buen hacer conseguiría un buen porcentaje con los extras insistiendo en que mi pelo estaba hecho un asco y yo luché para que no lo consiguiera.  Y así fue como empezó el duelo en la alta peluquería que terminó en una tomadura de pelo.
-¿Cómo quieres que te llame, Mª Ángeles o Ángeles? -me preguntó amablemente mientras procedía a lavarme el pelo.
-Me da lo mismo- contesté mientras pensaba que de ninguna manera.
-¿Te pongo champú especial apropiado para tu cabello o normal?
-Normal, me arriesgaré.
-Conviene que te pongas una crema para que el tinte te dure más- insistió, armado de paciencia.
-No, gracias. El tinte dura lo que tarda en crecer el pelo, ni un día más.
-Pero es conveniente -continuó incansable al desaliento-. Todo el mundo lo hace.
-Me da igual lo que haga todo el mundo –repliqué-. ¿O es que los tintes que sutilizáis son de mala calidad?
-De ninguna manera. Es que no te voy a poder peinar bien y te voy a dar tirones de pelo.
-Me da igual, no quiero suavizantes.
-Es que tienes el pelo muy dañado y estropeado.
-Claro, de tanto utilizar tintes.
-No te preocupes por el precio- concluyó pensando que era una cuestión de dinero y no de dignidad-. Yo te voy a  cobrar lo mismo y así verás la diferencia.
Una vez más sospeché, porque siempre que voy, pago una cifra diferente y más abultada. La venganza llegó cuando me cortó el pelo, me lo dejó como a un marine de los EEUU y ni siquiera me puso un espejo para que contemplase el desaguisado. No le di propina. Al salir, el peluquero, ya menos amable, me devolvió el abrigo, pero no las plantas de perejil que llevaba en una bolsa aparte. Tuve que volver más tarde a por ellas a encontrarme con su mirada cabreada.

Continuación del texto en:  ¡Vivan las canas! (2016)