miércoles, 18 de octubre de 2017

Sieranevada, película rumana



Normalmente escribo sobre las películas en versión original que me han gustado o sorprendido, o me han hecho pensar. No es este el caso de Sieranevada (otra película de extraño título). No sé nada del cine rumano y, después de leer someramente las críticas, creí que iba a asistir a una obra maestra sobre una familia que celebra un extraño ritual cuarenta días después de la muerte del padre y que serviría para mostrarnos las tensas relaciones entre ellos (Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada, como ya dijo Tolstoi). El tema, como se ve, no es original, pero la manera de abordarlo prometía: largos planos desplazándose de una habitación a otra teniendo como eje central un pequeño pasillo en una lograda ilusión de adaptación al tiempo real. Pero las tres horas de metraje se hacen eternas y agobiantes entre portazos, entradas y salidas continuas de los personajes, gritos, lloros de un bebé e innumerables cigarros. Si a Berlanga le gustaban las películas corales con argumentos absurdos en espacios abiertos, a Cristi Puiu, digno sucesor de su paisano Ionesco y de Sartre (Huis Clos,"A puerta cerrada", sin la genialidad de Buñuel encierra a sus actores en un espacio claustrofóbico del que todos, incluidos los espectadores, quieren salir a toda costa. Ya nos hacemos una idea del ritmo de la película en la primera escena, interminable e innecesaria, donde observamos a la pareja protagonista yendo y viniendo varias veces del portal a su coche. A partir de ahí todo se volverá más absurdo: el ritual típico de la región obliga a que un miembro de la familia personifique al finado, mIentras esperan al pope cuya llegada se demora, impidiendo que los familiares, muertos de hambre, se sienten a la mesa. Y todo entre conversaciones sobre la infidelidad, la religión, la política e, incluso, la credibilidad de las explicaciones oficiales de acontecimientos como el 11 de septiembre de 2001, mujeres atareadas con la comida y hombres sentados, ecos de Ceaucescu y fobia a los gitanos. Transcurridos 50 minutos, ya éramos incapaces de sentir ninguna empatía o interés por lo que ahí se estaba contando. Echábamos de menos la locura divertida del camarote de los hermanos Marx. Cuando faltaba media hora para que terminase, mi acompañante no pudo resistirlo más y se marchó. Yo me quedé, porque no me gusta dejar nada a medias. Cómo si no iba a hacer esta crítica.

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