jueves, 9 de enero de 2014

El esguince


Gloria, que se acaba de jubilar, le comentaba a Ana  lo duro que había sido dar clase en un instituto de las afueras de Madrid. Una clase de refuerzo de matemáticas, a las dos y cuarto de la tarde, poblada de alumnos difíciles, le había provocado pesadillas durante todo el curso. La de veces que había deseado que pasase algo que le impidiese acudir al suplicio, que se le hacía eterno. A la salida del metro había pensado tropezar con una alcantarilla para que le diesen la baja, lo que supondría un alivio a sus desgracias. Ana se rió con la anécdota porque la comentaba con mucha gracia y se identificó con ella. El sábado 4 de enero, disfrutando de unas vacaciones merecidísimas, cuando soplaba un  viento huracanado en pleno centro de Madrid  y se sentía feliz recibiendo la bendición de la lluvia en su pelo aplastado, en la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, un secarral  de granito lleno de barreras arquitectónicas, ocurrió lo inesperado, tropezó con un bordillo aparentemente invisible, dio un traspiés y su tobillo izquierdo se dobló como si fuera elástico. Gritó y lloró. A duras penas llegó a casa. Ahora está de baja con un dolor sordo en el tobillo que está rígido como una bota multicolor.  Inesperado efecto mariposa que supondrá una merma en sus haberes a fin de mes y ningún descanso para su alma.

Las tres generaciones

Pocas veces había sentido la llamada de la sangre tan fuerte como aquella. Delante de él iban su hijo y su nieto, ambos, con una guitarra a la espalda, con la melena negra al viento y los mismos andares. Los tres se dirigían hacía el coche que les llevarían a la cena de nochebuena. Una estampa que hubiese querido plasmar con una foto,  pero que solo se quedó impresa en su retina. En ese instante la vida y sus contradicciones merecían la pena. Cuando vieron los ojos vidriosos del abuelo, ajenos a la experiencia mágica, lo achacaron al frío reinante.  

martes, 7 de enero de 2014

El aburrío


La calle principal del pueblo estaba poblada por las buenas familias, respetables y acaudaladas que, como un escaparate,  abrían las puertas de su casa a los vecinos por inercia, porque era la costumbre inmemorable. En los años sesenta, por la tarde, sobre todo en las de verano, se recibía tanto a la familia como a los extraños. Por el portal, repleto de sillas y sillones, desfilaba interminablemente un ejército de personas que se acercaban por tedio, por amistad, por agradecimiento, por rutina o vaya usted a saber por qué. Las visitas deberían haber sido prohibidas por el código penal, porque eran el enemigo silencioso, seres fugitivos de su aburrimiento y ladrones de vidas ajenas, quintacolumnistas que poco a poco se iban apoderando del espacio de los dueños de la casa. Antes de tomarse un helado o darse un paseo aparecían sin avisar en una casa donde se estaba fresco, donde había una silla donde reponerse y unas palabras amables. Ese portal era uno de las favoritos, el trajín entre los que iban y venían era considerable, no tenía nada que envidiar al casino, que estaba justo al lado.  Sixto, con apenas seis años, permanecía sentado en una esquina, castigado por haber roto el tiesto de una aspidistra en el patio, precisamente el que más  le gustaba a la abuela. "Quédate ahí sin moverte hasta que vengan el papá y la mamá".  Ya no sabía el tiempo que había pasado desde que había oído esas palabras, ni la de besos que había recibido, ni la de veces que había escuchado: ¿Y tú de quién eres?, ¿cuántos años tienes?, ¡qué alto estás!, ¡tienes los mismos ojos que tu abuelo! Se puso a raspar la tapicería de la silla y dio una cabezada, luego otra. De repente, notó un penetrante olor a colonia y se cayó de la silla con gran estrépito. “¿Nene, qué te ha pasado?”,  le preguntaron. A lo que él respondió con su media lengua: “El aburrío que m´ha tirao”.